lunes, 2 de mayo de 2011

PARCIAL

HOLA A TODOS

MUY APENADO CON USTEDES POR LA DEMORA EN LA ÚLTIMA CLASE

LOS TEMAS PARA EL PARCIAL SON:
  • Qué es la didáctica, tipos de didáctica, Componentes de la didáctica y finalidades de la didáctica
  • Comenio
  • Los derechos imprescriptibles del lector (Pennac)
  • Inteligencias Múltiples (Howard Gardner y Daniel Goleman)


jueves, 31 de marzo de 2011

CREAR UN BLOG

BUENAS NOCHES
A TODOS

HOY TENDREMOS DOS VIDEOS TUTORIALES PARA QUE REALICEMOS NUESTRO BLOG,
SIGAMOS LOS PASOS.

SI NECESITAN ALGO YO ESTARÉ POR AQUÍ.

PERO ANTES, EL REGALITO:




AHORA SÍ
COMENCEMOS LA CLASE





lunes, 28 de marzo de 2011

Daniel Pennac



RECUERDEN
LLEVAR AUDÍFONOS
PARA LA SALA DE INFORMÁTICA

AHORA LO PROMETIDO,
ÚLTIMA PARTE DEL LIBRO
"COMO UNA NOVELA"



1

El derecho a no leer

Como toda enumeración de derechos que se precie, la de los derechos de la lectura debe abrirse por el derecho a no utilizarlo -en este caso el derecho a no leer-, sin el cual no se trataría de una lista de derechos sino de una trampa perversa.

Para comenzar, la mayor parte de los lectores se conceden cotidianamente el derecho a no leer. Aunque afecte a nuestra reputación, entre un buen libro y un mal telefilm, el segundo vence al primero con mucho mayor frecuencia de lo que nos gustaría confesar. Y además, no leemos continuamente. Nuestros períodos de lectura se alternan muchas veces con prolongadas dietas en las que la sola visión de un libro despierta los miasmas de la indigestión.

Pero lo más importante es otra cosa.

Estamos rodeados de cantidad de personas totalmente respetables, a veces tituladas, e incluso «eminentes» .,-algunas de las cuales poseen bibliotecas muy interesantes-, pero que no leen jamás, o tan poco que nunca se nos ocurriría la idea de regalarles un libro. No leen. Sea porque no sienten la necesidad, sea porque tienen demasiadas cosas que hacer aparte de leer (pero eso equivale a lo mismo, es que ese aparte las colma o las obnubila), sea porque alimentan otro amor y lo viven de una manera absolutamente exclusiva. En suma, a esas personas no les gusta leer. No por ello son menos tratables, e incluso son de un trato muy agradable. (Por lo menos no nos piden en cualquier momento nuestra opinión sobre el último libro que hemos leído, nos evitan sus reservas irónicas sobre nuestro novelista favorito y no nos consideran unos retrasados por no habernos precipitado sobre el último Tal, que acaba de salir en la editorial Cual y del que el crítico Enterado ha hecho los mayores elogios.) Son tan «humanas» como nosotros, absolutamente sensibles a las desdichas del mundo, preocupadas de los "derechos del Hombre» y entregadas a respetarlo en su esfera de influencia personal, lo que ya es mucho, pero hete aquí que no leen. Son muy libres de no hacerla.

La idea de que la lectura «humaniza al hombre» es justa en su conjunto, aunque experimente algunas deprimentes excepciones. Se es sin duda algo más «humano», y entendemos por ello algo más solidario con la especie (algo menos «fiera»), después de haber leído a Chéjov que antes.

Pero evitemos acompañar este teorema con el corolario según el cual cualquier individuo que no lee debiera ser considerado a priori un bruto potencial o un cretino contumaz. Porque, si no, convertiremos la lectura en una obligación moral, y esto es el comienzo de una escalada que no tardará en llevarnos a juzgar, por ejemplo, la «moralidad» de los propios libros en función de criterios que no sentirán ningún respeto por otra libertad inalienable: la libertad de crear. A partir de entonces, el bruto seremos nosotros, por muy «lector» que seamos. Y bien sabe Dios que brutos de este tipo no faltan en el mundo.

En otras palabras, la libertad de escribir no puede ir acompañada del deber de leer.

En el fondo, el deber de educar consiste, al enseñar a los niños a leer, al iniciados en la Literatura, en darles los medios de juzgar libremente si sienten o no la «nece­sidad de los libros». Porque si bien se puede admitir perfectamente que un individuo rechace la lectura, es intolerable que sea -o se crea- rechazado por ella.

Es inmensamente triste, una soledad en la soledad, ser excluido de los libros..., incluso de aquellos de los que se puede prescindir.


2

El derecho a saltarse las páginas

Leí Guerra y paz por primera vez a los doce o trece años (más bien trece, estaba en quinto y nada adelantado). Desde el comienzo de las vacaciones, las de verano, veía a mi hermano (el mismo de Vinieron las lluvias) enfrascado en una enorme novela, y su mirada se volvía tan lejana como la del explorador que desde hace muchísimo tiempo ha perdido la noción de su tierra natal.

-¿Es muy bueno?

-¡Formidable!

-¿Qué explica?

- La historia de una chica que quiere a un tipo y se casa con un tercero.

.Mi hermano siempre ha poseído el don de los resúmenes. Si los editores lo contrataran para redactar sus «contraportadas» (esas patéticas exhortaciones a leer que aparecen en el dorso de los libros), nos ahorraría muchísimos camelos.

-¿Me lo prestas?

- Te lo doy.

Yo estudiaba interno, era un regalo inestimable. Dos grandes tomos que me mantendrían en calor durante todo el trimestre. Cinco años mayor que yo, mi hermano no era completamente idiota (y tampoco lo es ahora) y sabía perfectamente que Guerra y paz no podía ser reducida a una historia de amor, por bien montada que estuviera. Sólo que conocía mi predilección por las pasiones sentimentales, y sabía excitar mi curiosidad con la formulación enigmática de sus resúmenes. (Un «pedagogo», en mi opinión.) Creo que' fue el misterio aritmético de su frase lo que me hizo cambiar temporalmente mis Bibliotheque verte, rouge et or, y demás Signes de piste para arrojarme a esa novela. «Una chica que quiere a un tipo y que se casa con un tercero»..., no veo cómo habría podido resistirme. En realidad, no me sentí decepcionado, aunque se hubiera equivocado en su cálculo. En la práctica, éramos cuatro los que amábamos a Natacha: el príncipe Andrés, aquel golfo de Anatole (pero ¿podía llamarse a aquello amor?), Pedro Bezujov y yo. Como yo no tenía ninguna posibilidad, tuve que «identificarme» con los demás. (Pero no con Anatole, ¡un auténtico cerdo!)

Lectura mucho más deliciosa en la medida en que se desarrolló de noche, a la luz de una linterna de bolsillo, y debajo de mis mantas plantadas como una tienda en medio de un dormitorio de cincuenta soñadores, roncadores y demás patanes. La tienda del vigilante donde crepitaba la lamparilla estaba muy cerca, pero daba igual, en amor siempre es el todo por el todo. Todavía siento el grosor y el peso de aquellos volúmenes en mis manos. Era la versión de bolsillo, con la bonita cara de Audrey Hepburn que miraba a un principesco Mel Ferrer con los pesados párpados de rapaz enamorado. Me salté tres cuartas partes del libro para interesarme únicamente por el corazón de Natacha. Me compadecí de Anatole, de todos modos, cuando le amputaron la pierna, maldije al estúpido del príncipe Andrés por quedarse de pie delante de aquella bala de cañón, en la batalla de Borodino... «

Me salté páginas, vaya. y todos los chiquillos deberían hacer lo mismo.

Mediante ello podrían regalarse muy pronto con casi todas las maravillas consideradas inaccesibles para su edad.

Si tienen ganas de leer Moby Dick pero se desaniman ante las disquisiciones de Melville sobre el material y las técnicas de la caza de la ballena, no es preciso que renuncien a su lectura sino que se las salten, que salten por encima de esas páginas y persigan a Achab sin preocuparse del resto, ¡de la misma manera que él persigue su blanca razón de vivir y de morir! Si quieren conocer a Iván, Dimitri, Aliocha Karamazov y su increíble padre, que abran y que lean Los hermanos Karamazov, es para ellos, aunque tengan que saltarse el testamento del starets Zósimo o la leyenda del Gran Inquisidor.

Un gran peligro les acecha si no deciden por sí mismos lo que está a su alcance saltándose las páginas que elijan: otros lo harán en su lugar. Se apoderarán de las 150 grandes tijeras de la imbecilidad y cortarán todo lo que consideren demasiado «difícil» para ellos. Eso da unos resultados terribles. Moby Dick o Los miserables reducidos a unos resúmenes de 150 páginas, mutilados, destrozados, desmedrados, momifícados, ¡reescritos para ellos en una lengua famélica que se supone que es la suya! Algo así como si yo me pusiera a dibujar de nuevo Guernica bajo el pretexto de que Picasso metió allí demasiados brochazos para un ojo de doce o trece años.

y luego, incluso cuando somos «mayores», y aunque nos repugne confesarlo, también nos seguimos «saltando páginas», por unas razones que sólo nos conciernen a nosotros y al libro que leemos. También puede ser que nos lo prohibamos por completo, que leamos todo hasta la última palabra, estimando que aquí el autor se extiende demasiado, que aquí se permite un solo de flauta pasablemente gratuito, que en tal lugar cae en la repetición y en tal otro en la idiotez. Digamos lo que digamos, este testarudo aburrimiento que entonces nos imponemos no corresponde al orden del deber, es una categoría de nuestro placer de lector.


3

El derecho a no terminar un libro

Hay treinta y seis mil motivos para abandonar una novela antes del final: la sensación de ya leída, una historia que no nos engancha, nuestra desaprobación total a las tesis del autor, un estilo que nos pone los pelos de punta, o por el contrario una ausencia de escritura que no es compensada por ninguna razón de seguir adelante... Inútil enumerar las 35.995 restantes, entre las cuales hay que colocar sin embargo la caries dental, las persecuciones de nuestro jefe de oficina o un seísmo amoroso que petrifica nuestra cabeza.

¿El libro se nos cae de las manos?

Que se caiga.

Al fin y al cabo no todo el mundo puede ser Montesquieu para ofrecerse por encargo al consuelo de una hora de lectura.

Sin embargo, entre todas las razones que tenemos para abandonar una lectura, hay una que merece cierta reflexión: el vago sentimiento de una derrota. He abierto, he leído, y no he tardado en sentirme sumergido por algo que notaba más fuerte que yo. He concentrado mis neuronas, me he peleado con el texto, pero imposible, por más que tenga la sensación de que lo que está escrito allí merece ser leído, no entiendo nada -o tan poco que es igual a nada-, noto una «extrañeza» que me resulta impenetrable.

Lo dejo estar.

O, mejor dicho, lo dejo a un lado. Lo coloco en mi biblioteca con la vaga intención de insistir algún día. El Petersburgo de Andrei Biely, Joyce y su Ulises, Bajo el volcán de Malcolm Lowry, me han esperado durante años. Hay otros que me siguen esperando, algunos de los cuales probablemente no recuperaré jamás. No es un drama, así es la vida. La noción de «madurez» es algo extraño en materia de lectura. Hasta una determinada edad, no tenemos edad para determinadas lecturas, de acuerdo. Pero, contrariamente a las buenas botellas, los buenos libros no envejecen. Nos aguardan en nuestros estantes y so­mos nosotros quienes envejecemos. Cuando nos creemos suficientemente «maduros» para leerlos, los abordamos de nuevo. Entonces, una de dos: o se produce el encuentro, o es un nuevo fiasco. Es posible que lo intentemos una vez más, quizá no. Pero está claro que no es culpa de Thomas Mann que yo no haya podido, hasta ahora, alcanzar la cumbre de su Montaña mágica.

La gran novela que se nos resiste no es necesariamente más difícil que otra..., existe entre ella -por grande que sea- y nosotros -por aptos para «entenderla» que nos estimemos- una reacción química que no funciona. Un buen día simpatizamos con la obra de Borges que hasta entonces nos mantenía a distancia, pero permanecemos toda nuestra vida extraños a la de Musil...

Entonces tenemos dos opciones: o pensar que es culpa nuestra, que nos falta una casilla, que albergamos una parte irreductible de estupidez, o hurgar del lado de la noción muy controvertida de gusto e intentar establecer el mapa de los nuestros.

Es prudente recomendar a nuestros hijos esta segunda solución.

y más aún cuando puede ofrecer un placer excepcional: releer entendiendo al fin por qué no nos gusta. Y otro placer excepcional: escuchar sin emoción al pedante de turno berrearnos al oído:

- Pero ¿cóoooomo es posible que no le guste Stendhaaaaal?

Es posible.


4

El derecho a releer

Releer lo que me había ahuyentado una primera vez, releer sin saltarme un párrafo, releer desde otro ángulo, releer por comprobación, sí... nos concedemos todos estos derechos.

Pero sobre todo releemos gratuitamente, por el placer de la repetición, la alegría de los reencuentros, la comprobación de la intimidad.

«Más, más», decía el niño que fuimos... Nuestras relecturas de adultos participan de ese deseo: encantamos con lo que permanece, y encontrarlo en cada ocasión tan rico en nuevos deslumbramientos.


5

El derecho a leer cualquier cosa

A propósito del «gusto», algunos de mis alumnos sufren mucho cuando se encuentran delante del archiclásico tema de redacción: «¿Se puede hablar de buenas y de malas novelas?» Como bajo su apariencia de «yo no hago concesiones», son más bien amables, en lugar de abordar el aspecto literario del problema, lo tratan desde un punto de vista ético y sólo consideran la cuestión desde el ángulo de las libertades. De resultas, el conjunto de sus trabajos podría resumirse con esta fórmula: «¡No, no, uno tiene derecho a escribir lo que quiera, y todos los gustos de los lectores son naturales, faltaría más!» Sí..., sí, sí..., posición totalmente honorable.

Que no impide que haya buenas y malas novelas. Se pueden citar nombres, se pueden dar pruebas.

Para ser breve, vayamos al grano: digamos que existe lo que llamaré una «literatura industrial» que se contenta con reproducir hasta la saciedad los mismos tipos de relatos, despacha estereotipos a granel, comercia con buenos sentimientos y sensaciones fuertes, se lanza sobre todos los pretextos ofrecidos por la actualidad para parir una ficción de circunstancias, se entrega a «estudios de mercado» para vender, según la «coyuntura», tal o cual tipo de «producto» que se supone excita a tal o cual categoría de lectores.

Sin lugar a dudas, malas novelas.

¿Por qué? Porque no dependen de la creación sino de la reproducción de «formas» preestablecidas, porque son una empresa de simplificación (es decir, de mentira), cuando la novela es arte de la verdad (es decir, de complejidad), porque al apelar a nuestro automatismo adormecen nuestra curiosidad, y finalmente, y sobre todo, porque el autor no se encuentra en ellas, así como tampoco la realidad que pretende describimos.

En suma, una literatura del «pret a disfrutan>, hecha en moldes y que querría meternos en un molde.

No creamos que estas idioteces son un fenómeno reciente, vinculado a la industrialización del libro. En absoluto. La explotación de lo sensacional, de la obrita ingeniosa, del estremecimiento fácil en una frase sin autor no es cosa de ayer. Por citar únicamente dos ejemplos, tanto la novela de caballerías como, mucho tiempo después, el romanticismo se empantanaron ahí. Y como no hay mal que por bien no venga, la reacción a esta literatura desviada nos dio dos de las más hermosas novelas del mundo: Don Quijote y Madame Bovary.

Así pues, hay «buenas» y «malas» novelas.

Las más de las veces comenzamos a tropezarnos en nuestro camino con las segundas.

Y, caramba, tengo la sensación de haberlo pasado «formidablemente bien» cuando me tocó pasar por ellas. Tuve mucha suerte: nadie se burló de mí, ni pusieron los ojos en blanco, ni me trataron de cretino. Se limitaron a colocar a mi paso algunas «buenas» novelas cuidándose muy bien de prohibirme las demás.

A eso lo llamo sabiduría.

Durante cierto tiempo, leemos indiscriminadamente las buenas y las malas, de la misma manera que no renunciamos de la noche a la mañana a nuestras lecturas infantiles. Todo se mezcla. Salimos de Guerra y paz para volver a sumergirnos en la Bibliotheque verte. Pasamos de la colección Harlequin (historias de médicos guapos y de enfermeras entregadas) a Borís Pasternak y su Doctor Zhivago..., un médico guapo también y Lara, ¡una enfermera de lo más entregada!

y después, cierto día, vence Pastemak. Sin damos cuenta, nuestros deseos nos llevan a la frecuentación de los «buenos». Buscamos escritores, buscamos escrituras; se acabaron los meros compañeros de juego, reclamamos camaradas del alma. La mera anécdota ya no nos basta. Ha llegado el momento de que pidamos a la novela algo más que la satisfacción inmediata y exclusiva de nuestras sensaciones.

Una de las grandes alegrías del «pedagogo» es -siempre que esté autorizada cualquier lectura- ver cómo un alumno cierra por su cuenta de un portazo la puerta de la fábrica Best-seller para subir a respirar la casa del amigo Balzac.


6

El derecho al bovarismo (enfermedad de transmisión textual)

Eso es, grosso modo, el bovarismo, la satisfacción inmediata y exclusiva de nuestras sensaciones: la imaginación brota, los nervios se agitan, el corazón se acelera, la adrenalina sube, se producen identificaciones por doquier, y el cerebro confunde (momentáneamente) lo cotidiano con lo novelesco.

Es nuestro primer estado colectivo de lector. Delicioso.

Pero bastante pavoroso para el observador adulto que, casi siempre, se apresura a agitar un «buen título» bajo las narices del joven bovariano, gritando:

-Bueno, supongo que Maupassant es «mejor, ¿no? Calma..., no cedamos al bovarismo; digámonos que, a fin de cuentas, la propia Emma no era más que un personaje de novela, es decir, el producto de un determinismo en el que las causas sembradas por Gustave sólo engendraban los efectos -por verdaderos que fueran- deseados por Flaubert.

En otras palabras, no porque una joven coleccione novelas rosas acabará tragándose un cucharón de arsénico.

Forzarle la mano en esta fase de sus lecturas significa separamos de ella renegando de nuestra propia adolescencia. Y también privarla del placer incomparable de desalojar mañana, y por sí misma, los estereotipos que, hoy, parecen arrojarla fuera de ella.

Es de sabios reconciliarnos con nuestra adolescencia; odiar, despreciar, negar o simplemente olvidar el adolescente que fuimos es en sí una actitud adolescente, una concepción de la adolescencia como enfermedad mortal.

De ahí la necesidad de acordarnos de nuestras primeras emociones de lectores, y de levantar un altarcito a nuestras antiguas lecturas. Incluidas las más «estúpidas». Desempeñan un papel inestimable: conmovernos de lo que fuimos riéndonos de lo que nos conmovía. No hay duda de que los muchachos y las muchachas que comparten nuestra vida ganan con ello en respeto y en ternura.

y luego decirse también que el bovarismo es -junto con algunas más- la cosa mejor repartida del mundo: siempre la descubrimos en el otro. No es extraño que a la vez que vilipendiamos la estupidez de las lecturas adolescentes, colaboremos en el éxito de un escritor telegénico, del que nos burlaremos tan pronto como haya pasado de moda. Las modas literarias se explican ampliamente por esta alternancia de nuestros entusiasmos iluminados y de nuestros repudios perspicaces.

Jamás crédulos, siempre lúcidos, pasamos el tiempo sucediéndonos a nosotros mismos, convencidos para siempre de que madame Bovary es el otro.

Emma debía de compartir esta convicción.


7

El derecho a leer en cualquier lugar

Chalons-sur-Marne, invierno de 1971. Cuartel de la Academia de Artillería.

En el reparto matutino de faenas, el soldado de segunda clase Fulano (Matrícula 14672/1, perfectamente conocido por nuestros servicios) se presenta sistemáticamente como voluntario para la faena menos solicitada, la más ingrata, distribuida casi siempre a título de castigo y que atenta a la más alta honorabilidad: la legendaria, la infamante, la innombrable faena de letrinas.

Todas las mañanas.

Con la misma sonrisa. (Interior.) -¿Faena de letrinas?

Adelanta un paso:

-¡Fulano!

Con la gravedad última que precede al asalto, empuña la escoba de la que cuelga la bayeta, como si se tratara del banderín de la compañía, y desaparece, con gran alivio de la tropa. Es un (valiente: nadie le sigue. El ejército entero sigue emboscado en la trinchera de las faenas honorables.

Pasan las horas. Le creen perdido. Casi se han olvidado de él. Se olvidan. Reaparece, sin embargo, al final de la mañana, cuadrándose para el parte al brigada de la compañía: «¡Letrinas impecables, mi brigada!» El brigada recupera bayeta y escoba con una honda interrogación en los ojos que jamás llega a formular. (Obligado por el respeto humano.) El soldado saluda, media vuelta, se retira, llevándose consigo su secreto.

El secreto tiene un peso considerable dentro del bolsillo derecho de su traje de faena: 1.900 páginas del volumen que la Pléyade dedica a las obras completas de Nicolás Gógol. Un cuarto de hora de bayeta a cambio de una mañana de Gógol... Cada mañana durante los dos meses de invierno, confortablemente sentado en la sala de los retretes cerrada con siete llaves, el soldado Fulano vuela muy por encima de las contingencias militares. ¡Todo Gógol! De las nostálgicas Veladas de Ucrania a los desternillantes Cuentos petersburgueses, pasando por el terrible Tarás Bulba, y el negro sarcasmo de Las almas muertas, sin olvidar el teatro y la correspondencia de Gógol, ese increíble Tartufo.

Porque Gógol es un Tartufo que hubiera inventado a Moliere -cosa que el soldado Fulano jamás habría entendido de haber dejado esta faena para los demás.

Al ejército le gusta conmemorar los hechos de armas.

De éste, sólo quedan dos alejandrinos, grabados en la parte superior de una cisterna, y que se cuentan entre los más suntuosos de la poesía francesa:

Oui je peux sans mentir, assieds-toi, pédagogue, Affirmer avoir lu tout mon Gogol aux gogues.1[1]

(Por su parte, el viejo Clemenceau, «el Tigre», también él un famoso soldado, daba gracias a un estreñimiento crónico, sin el cual, afirmaba, jamás habría tenido la dicha de leer las Memorias de Saint-Simon.)


8

El derecho a hojear

Yo hojeo, nosotros hojeamos, dejémosles hojear. Es la autorización que nos concedemos para coger cualquier volumen de nuestra biblioteca, abrirlo por cualquier lugar y sumirnos en él un momento porque sólo disponemos precisamente de ese momento. Algunos libros se prestan mejor que otros a ser hojeados, por componerse de textos breves y separados: las obras completas de Alphonse Allais o de Woody Allen, las novelas cortas de Kafka o de Saki, los Papiers collés de Georges Perros, aquel buen viejo de La Rochefoucauld, y la mayoría de los poetas...

Dicho eso, se puede abrir a Proust, a Shakespeare o la Correspondencia de Raymond Chandler por cualquier parte, hojear aquí y allá, sin correr el menor riesgo de sentirse decepcionado.

Cuando no se dispone ni del tiempo ni de los medios para regalarse con una semana en Venecia, ¿por qué negarse el derecho a pasar allí cinco minutos?


9

El derecho a leer en voz alta

Yo le pregunto:

-¿Te leían historias en voz alta cuando eras pequeña?

Ella me contesta:

-Jamás. Mi padre viajaba con mucha frecuencia y mi madre estaba demasiado ocupada.

Yo le pregunto:

- Entonces, ¿de dónde te viene este gusto por la lectura en voz alta?

Ella me contesta:

- De la escuela.

Contento de oír que alguien reconoce un mérito a la escuela, exclamo, lleno de alegría:

-¡Ah! ¿Lo ves?

Ella me dice:

- En absoluto. En la escuela nos prohibían la lectura en voz alta. La lectura silenciosa ya era el credo de la época. Directo del ojo al cerebro. Trascripción instantánea. Rapidez, eficacia. Con un test de comprensión cada diez líneas. ¡La religión del análisis y del comentario desde el primer momento! ¡La mayoría de los chavales se cagaban de miedo, y sólo era el principio! Todas mis respuestas eran exactas, por si quieres saberlo, pero, de vuelta en casa, lo releía todo en voz alta.

-¿Por qué?

- Para maravillarme. Las palabras pronunciadas comenzaban a existir fuera de mí, vivían realmente. Y, además, me parecía que era un acto de amor. Que era el amor mismo. Siempre he tenido la impresión de que el amor al libro pasa por el amor a secas. Acostaba mis muñecas en mi cama, en mi sitio, y yo les leía. A veces me dormía a sus pies, sobre la alfombra.

La escucho..., la escucho, y me parece Thomas, borracho como la desesperación, poemas con su voz catedralicia...

La escucho y me parece ver al viejo Dickens, al enjuto y pálido Dickens, muy cerca de la muerte, subir al escenario..., su gran público de iletrados repentinamente petrificado, silencioso hasta el punto) de que se oye abrir el libro..., Oliver Twist..., la muerte de Nancy..., ¡nos leerá la muerte de Nancy!...

La escucho y oigo a Kafka riéndose hasta llorar al leer La metamorfosis a Max Brod, que no está seguro de seguirle..., y veo a la pequeña Mary Shelley ofrecer grandes fragmentos de su Prankenstein a Percy y a los compañeros hechizados.

La escucho, y aparece Martin du Gard leyendo a Gide sus Thibault..., pero Gide no parece oírle..., están sentados al borde de un río... Martin du Gard lee, pero la mirada de Gide no está allí..., los ojos de Gide se dirigen a la lejanía, donde dos adolescentes se zambullen..., una perfección que el agua viste de luz... Martin du Gard está furioso..., pero no, ha leído bien..., y Gide lo ha entendido todo... y Gide le dice todo lo bueno que piensa de sus páginas..., pero, de todos modos, quizá convendría modificar esto y aquello, aquí y allí...

y Dostoievski, que no se contentaba con leer en voz alta, sino que escribía en voz alta... Dostoievski, sin aliento, después de haber aullado su requisitoria contra Raskolnikov (o Dimitri Karamazov, ya no sé)... Dostoievski preguntando a Anna Grigorievna, la esposa estenógrafa: «¿Qué? ¿Cuál es tu opinión? ¿Eh? ¿Eh?»

ANNA: ¡Culpable!

y el mismo Dostoievski, después de haberle dictado el alegato de la defensa...: «¿Qué? ¿Qué?»

ANNA: ¡Inocente!

Sí...

¡Extraña desaparición la de la lectura en voz alta. ¿Qué habría pensado de esto Dostoievski? ¿Y Flaubert? ¿ Ya no tenemos derecho a meternos las palabras en la boca antes de clavárnoslas en la cabeza? ¿Ya no hay oído? ¿Ya no hay música? ¿Ya no hay saliva? ¿Las palabras ya no tienen sabor? ¡Y qué más! ¿Acaso Flaubert no se gritó su Bovary hasta. reventarse los tímpanos? ¿Acaso no es el más indicado para saber que la comprensión del texto pasa por el sonido de las palabras de donde sacan todo su sentido? ¿Acaso no sabe como nadie, él, que pe­leó tanto contra la música intempestiva de las sílabas, la tiranía de las cadencias, que el sentido es algo que se pronuncia? ¿Cómo? ¿Textos mudos para espíritus puros? ¡A mí, Rabelais! ¡A mí, Flaubert! ¡Dosto! ¡Kafka! ¡Dickens, a mí! ¡Gigantescos berreadores de sentido, aquí inmediatamente! ¡Venid a soplar en nuestros libros! ¡Nuestras pala­bras necesitan cuerpos! ¡Nuestros libros necesitan vida!

La verdad es que el silencio del texto es cómodo..., no se arriesga en él la muerte de Dickens, a quien sus médi­cos suplicaban que callara al fin sus novelas..., el texto y uno mismo..., todas esas palabras amordazadas en la acogedora cocina de nuestra inteligencia..., ¡cómo se siente alguien en esta silenciosa elaboración de nuestros comentarios!... y después, al juzgar el libro para nuestros adentros, no corremos el riesgo de ser juzgados por él... porque, a partir de que la voz se mezcla, el libro dice muchas cosas sobre su lector..., el libro lo dice todo.

El hombre que lee en viva voz se expone del todo. Si no sabe lo que lee, es ignorante en sus palabras, es una calamidad, y eso se nota. Si se niega a habitar su lectura, las palabras no pasan de letras muertas, y eso se siente. Si llena el texto con su presencia, el autor se retracta, es un número de circo, y eso se ve. El hombre que lee en viva voz se expone absolutamente a los ojos que lo escuchan.

Si lee realmente, si pone en ello su saber controlando su placer, si su lectura es un acto de simpatía tanto para el auditorio como para el texto y su autor, si consigue hacer entender la necesidad de escribir despertando nuestras más oscuras necesidades de comprender, entonces los libros se abren de par en par, y la multitud de los que se creían excluidos de la lectura se precipita detrás de él.


10

El derecho a callarnos

El hombre construye casas porque está vivo, pero escribe libros porque se sabe mortal. Vive en grupo porque es gregario, pero lee porque se sabe solo. Esta lectura es para él una compañía que no ocupa el lugar de ninguna otra pero que ninguna otra compañía podría sustituir. No le ofrece ninguna explicación definitiva sobre su destino pero teje una apretada red de connivencias que expresan la paradójica dicha de vivir a la vez que iluminan la absurdidad trágica de la vida. De manera que nuestras razo­nes para leer son tan extrañas como nuestras razones para vivir. Y nadie tiene poderes para pedirnos cuentas sobre esa intimidad.

Los escasos adultos que me han dado de leer se han borrado siempre delante de los libros y se han cuidado mucho de preguntarme qué había entendido en ellos. A ésos, evidentemente, hablaba de mis lecturas. Vivos o muertos, yo les dedico estas páginas.



[1] «Sí, puedo sin mentir, siéntate, pedagogo, / afirmar haber leído todo mi Gógol en las letrinas.» (N. del T.)


lunes, 7 de marzo de 2011


HOLA GRUPO 508
AQUÍ ESTÁ LO PROMETIDO,
"COMO UNA NOVELA"
DE DANIEL PENNAC





















RECUERDEN QUE HAREMOS UN EXAMEN SOBRE ESTA LECTURA EL PRÓXIMO VIERNES

Daniel Pennac

Como una novela

Traducción de Joaquín Jordá


EDITORIAL ANAGRAMA BARCELONA


Título de la edición original: Comme un roman

@ Éditions Gallimard París, 1992

Diseño de la colección:

Julio Vivas

Ilustración: fotografía @ Jan Saudek (detalle)

Primera edición: abril 1993

Segunda edición: junio 1993

Tercera edición: octubre 1993

Cuarta edición: abril 1995

Quinta edición: noviembre 1996

Sexta edición: octubre 1998

Séptima edición: diciembre 1999

Octava edición: noviembre 2001

EDITORIAL ANAGRAMA, S.A., 1993 Pedró de la Creu, 58

08034 Barcelona

ISBN: 84-339-1367-0 Depósito Legal: B. 45683-2001

Printed in Spain

Liberduplex, S.L., Constitució, 19,08014 Barcelona


Para Franklin Rist,

gran lector de novelas

y novelesco lector.

A la memoria de mi padre,

y en el recuerdo cotidiano

de Frank Vlieghe.



1

El verbo leer no soporta el imperativo. Aversión que comparte con otros verbos: el verbo «amar»..., el verbo «soñar»...

Claro que siempre se puede intentar. Adelante: «jÁmame!» «¡Sueña!» «¡Lee!» «¡Lee! ¡Pero lee de una vez, te ordeno que leas, caramba!»

-¡Sube a tu cuarto y lee! ¿Resultado?

Ninguno.

Se ha dormido sobre el libro. La ventana, de repente, se le ha antojado inmensamente abierta sobre algo deseable. Y es por ahí por donde ha huido para escapar al libro. Pero es un sueño vigilante: el libro sigue abierto delante de él. Por poco que abramos la puerta de su habitación le encontraremos sentado ante su mesa, formalmente ocupado en leer. Aunque hayamos subido a hurtadillas, desde la superficie de su sueño nos habrá oído llegar.

-¿Qué, te gusta?

No nos dirá que no, sería un delito de lesa majestad. El libro es sagrado, ¿cómo es posible que a uno no le guste leer? No, nos dirá que las descripciones son demasiado largas.

Tranquilizados, volveremos a la tele. Es posible incluso que esta reflexión suscite un apasionante debate colectivo...

- Las descripciones le parecen demasiado largas. Hay que entenderlo, desde luego estamos en el siglo de lo audiovisual, los novelistas del XIX tenían que describirlo todo...

-¡Eso no es motivo para dejarle saltarse la mitad de las páginas!

No nos cansemos, ha vuelto a dormirse.


2

Mucho más inconcebible, esta aversión por la lectura, si pertenecemos a una generación, a una época, a un medio, a una familia en los que la tendencia era más bien la de impedimos leer.

-¡Venga, deja de leer, que te vas a quedar sin vista! -Más vale que salgas a jugar, hace un tiempo estupendo.

- ¡Apaga la luz! ¡Es tarde!

Sí, siempre hacía demasiado buen tiempo para leer, y de noche estaba demasiado oscuro.

Fijémonos en que se trata de leer o no leer, el verbo ya era conjugado en imperativo. En el pasado ocurría lo mismo. De manera que leer era entonces un acto subversivo. Al descubrimiento de la novela se añadía la excitación de la desobediencia familiar. ¡Doble esplendor! ¡Oh, el recuerdo de aquellas horas de lecturas clandestinas debajo de las mantas a la luz de la linterna eléctrica! ¡Qué veloz galopaba Ana Karenina hacia su Vronski a aquellas horas de la noche! ¡Ya era hermoso que aquellos dos se amaran, pero que se amaran en contra de la prohibición de leer todavía era más hermoso! Se amaban en contra de papá y mamá, se amaban en contra del deber de mates por terminar, en contra de la «redacción» que entregar, en contra de la habitación por ordenar, se amaban en lugar de sentarse a la mesa, se amaban antes del postre, se preferían al partido de fútbol y a la búsqueda de setas..., se habían elegido y se preferían a todo... ¡Dios mío, qué gran amor!

y qué corta era la novela.


3

Seamos justos: no se nos ocurrió inmediatamente imponerle la lectura como deber. En un primer momento sólo pensamos en su placer. Sus primeros años nos llevaron al estado de gracia. El arrobamiento absoluto delante de aquella vida nueva nos otorgó una suerte de talento. Por él, nos convertimos en narradores. Desde su iniciación en el lenguaje, le contamos historias. Era una cualidad que no conocíamos en nosotros. Su placer nos inspiraba. Su dicha nos daba aliento. Por él, multiplicamos los personajes, encadenamos los episodios, ingeniamos nuevas trampas... Igual que el viejo Tolkien a sus nietos, le inventamos un mundo. En la frontera del día y de la noche, nos convertimos en su novelista.

Si no tuvimos ese talento, si le contamos las historias de los demás, e incluso bastante mal, buscando nuestras palabras, deformando los nombres propios, confundiendo los episodios, juntando el comienzo de un cuento con el final de otro, no tiene importancia... E incluso si no contamos nada en absoluto, incluso si nos limitamos a leer en voz alta, éramos su novelista, el narrador único, por quien, todas las noches, se metía en los pijamas del sueño antes de fundirse debajo de las sábanas de la noche. Más aún, éramos el Libro.

Acordaos de aquella intimidad, tan poco comparable.

¡Cómo nos gustaba asustarle por el puro placer de consolarle! ¡Y cómo nos reclamaba ese susto! Tan poco ingenuo, ya, y sin embargo temblando de pies a cabeza. Un auténtico lector, en suma. Ésa era la pareja que formábamos entonces, él el lector, ¡oh, qué pillo!, y nosotros el libro, ¡oh, qué cómplice!


4

En suma, le enseñamos todo acerca del libro cuando no sabía leer. Le abrimos a la infinita diversidad de las cosas imaginarias, le iniciamos en las alegrías del viaje vertical, le dotamos de la ubicuidad, liberado de Cronos, sumido en la soledad fabulosamente poblada del lector... Las historias que le leíamos estaban llenas de hermanos, de hermanas, de parientes, de dobles ideales, escuadrillas de ángeles de la guarda, cohortes de amigos tutelares encargados de sus penas, pero que, luchando contra sus propios ogros, encontraban también ellos refugio en los latidos inquietos de su corazón. Se había convertido en su ángel recíproco: un lector. Sin él, su mundo no existía. Sin ellos, él permanecía atrapado en el espesor del propio. Así descubrió la paradójica virtud de la lectura que consiste en abstraernos del mundo para encontrarle un sentido.

De esos viajes, volvía mudo. Era la mañana y había otras cosas que hacer. A decir verdad, no intentábamos saber lo que había obtenido allí. Él, inocentemente, cultivaba este misterio. Era, como se dice, su universo. Sus relaciones privadas con Blancanieves o con cualquiera de los siete enanitos pertenecían al orden de la intimidad, que obliga al secreto. ¡Gran placer del lector, este silencio de después de la lectura!

Sí, le enseñamos todo acerca del libro.

Abrimos formidablemente su apetito de lector. ¡Hasta el punto, acordaos, hasta el punto de que tenía prisa por aprender a leer!


5

¡Qué pedagogos éramos cuando no estábamos preocupados por la pedagogía!


6

Todavía media hora hasta la cena. Un libro es algo extraordinariamente compacto. No se deja mermar. Parece, además, que arde con mucha dificultad. Ni siquiera el fuego consigue meterse entre sus páginas. Falta de oxígeno. Todas las reflexiones que se hace al margen. y sus márgenes son inmensos. Un libro es espeso, es compacto, es denso, es un objeto contundente. ¿Qué diferencia hay entre la página cuarenta y ocho y la ciento cuarenta y ocho? El paisaje es el mismo. Recuerda los labios del profe al pronunciar el título. Oye la pregunta unánime de los compañeros:

-¿Cuántas páginas?

-Trescientas o cuatrocientas...

(Embustero...)

-¿Para cuándo?

El anuncio de la fecha fatídica desencadena un concierto de protestas:

-¿Quince días? ¡Cuatrocientas páginas (quinientas) en quince días! ¡Pero es imposible, señor!

El señor no negocia.

Un libro es un objeto contundente y es un bloque de eternidad. Es la materialización del tedio. Es el libro. «El libro.» Jamás lo nombra de otra manera en sus disertaciones: el libro, un libro, los libros, unos libros.

«En su libro Pensamientos, Pascal nos dice que...»

Por mucho que el profe proteste en rojo anotando que ésa no es la denominación correcta, que hay que hablar de una novela, de un ensayo, de una colección de cuentos, de poemas, que la palabra «libro», en sí, en su aptitud para designado todo, no expresa nada concreto, que una guía telefónica es un libro, al igual que y ahí le tenemos, adolescente encerrado en su cuarto, delante de un libro que no lee.

Todos sus deseos de estar en otra parte crean entre él y las páginas abiertas una pantalla glauca que enturbian los renglones. Está sentado ante la ventana, la puerta cerrada a su espalda. Página 48. No se atreve a contar las horas pasadas a la espera de esta página cuarenta y ocho. El libro tiene exactamente cuatrocientas cuarenta y seis. O sea quinientas. ¡5OO páginas! Si tuviera diálogos, pase. ¡Qué va! Páginas llenas de renglones comprimidos entre márgenes minúsculos, párrafos negros amontonados entre sí, y, aquí y allí, el favor de un diálogo: un guión, como un oasis, que indica que un personaje habla con otro personaje. Pero el otro no le contesta. ¡Sigue un bloque de doce páginas! ¡Doce páginas de tinta negra! ¡Te ahogas! ¡Oh, cómo te ahogas! ¡Puta, joder, mierda! Suelta tacos. Lo siente, pero suelta tacos. ¡Puta, joder, mierda de coño de libro! Página cuarenta y ocho... ¡Si se acordara, por lo menos, del contenido de las cuarenta y siete primeras! Ni siquiera se atreve a plantearse la pregunta, que, inevitablemente, le plantearán. Ha caído la noche de invierno. De las profundidades de la casa sube hasta él la sintonía del telediario.

Nada que hacer, la palabra se impondrá de nuevo a su pluma en su siguiente redacción:

«En su libro Madame Bovary, Flaubert nos dice que...»

Porque, desde el punto de vista de su soledad presente, un libro es un libro. y cada libro pesa su peso de enciclopedia, de aquella enciclopedia con tapas de cartón, por ejemplo, cuyos volúmenes deslizaban debajo de sus nalgas cuando era niño para que estuviera a la altura de la mesa familiar.

Y el peso de cada libro es de los que tiran de espaldas. Él se ha sentado en su silla relativamente ligero hace un instante: la ligereza de las decisiones tomadas. Pero, al cabo de unas páginas, se ha sentido invadido por esa pesadez dolorosamente familiar, el peso del libro, peso del tedio, insoportable fardo del esfuerzo inalcanzado.

Sus párpados le anuncian la inminencia del naufragio.

El escollo de la página 48 ha abierto una vía de agua debajo de su línea de resoluciones.

El libro le arrastra.

Zozobran.


7

Mientras tanto abajo, alrededor de la tele, el argumento de la televisión corruptora gana adeptos:

- La estupidez, la vulgaridad, la violencia de los programas... ¡Es increíble! Ya no se puede enchufar la tele sin ver...

-Dibujos animados japoneses... ¿Habéis visto alguna vez los dibujos animados japoneses?

-No es solamente una cuestión de programa... Es la tele en sí... , esa facilidad..., esa pasividad del telespectador...

-Sí, enchufas, te sientas...

- Haces zapping...

- Esa dispersión."

-Por lo menos permite evitar los anuncios.

- Ni siquiera eso. Han sincronizado los programas.

Dejas un anuncio para caer en otro.

-¡A veces sobre el mismo!

De repente, silencio: brusco descubrimiento de uno de esos territorios «consensuales» iluminados por el deslumbrante resplandor de nuestra lucidez adulta.

Entonces, alguien, a media voz:

-¡Leer, desde luego, es otra cosa, leer es un acto!

- Está muy bien lo que acabas de decir, leer es un acto, «el acto de leer», es muy cierto...

-Mientras que la tele, e incluso el cine si nos paramos a pensado..., en una película todo está dado, nada se conquista, todo está masticado, la imagen, el sonido, los decorados, la música de fondo en el caso de que no se entendiera la intención del director...

- La puerta que chirría para indicarte que es el momento de morirte de miedo...

-En la lectura hay que imaginar todo eso... La lectura es un acto de creación permanente.

Nuevo silencio.

(Entre «creadores permanentes», esta vez.)

Luego:

- Lo que a mí me sorprende es el promedio de horas que pasa un chiquillo delante de la tele en comparación con las horas de lengua en la escuela. Leí unas estadísticas sobre eso.

-¡Debe ser escalofriante!

- Una por cada seis o siete. Sin contar las horas que pasa en el cine. Un niño (no me refiero al nuestro) pasa una media (media mínima) de dos horas al día delante de la tele y de ocho a diez durante el fin de semana. O sea un total de treinta y seis horas por cinco horas de lengua semanales.

- Evidentemente, la escuela no funciona. Tercer silencio.

El de los abismos insondables.


8

En suma, habrían podido decirse muchas cosas para medir la distancia que hay entre el libro y él.

Las dijimos todas.

Que la televisión, por ejemplo, no es la única culpable.

Que las décadas transcurridas entre la generación de nuestros hijos y nuestra propia juventud de lectores han tenido el efecto de siglos.

De manera que, si bien nos sentimos psicológicamente más próximos a nuestros hijos de lo que nuestros padres lo estaban con respecto a nosotros, seguimos estando, intelectualmente hablando, más próximos a nuestros padres.

(Aquí, controversia, discusión, puntualización de los adverbios «psicológicamente» e «intelectualmente». Refuerzo de un nuevo adverbio):

-Afectivamente más próximos, si prefieres.

- ¿Efectivamente?

- No he dicho efectivamente, he dicho afectivamente.

- En otras palabras, estamos afectivamente más próximos a nuestros hijos, pero efectivamente más próximos a nuestros padres, ¿no es eso?

-Es un «hecho social». Una acumulación de «hechos sociales» que podrían resumirse en que nuestros hijos son también hijos e hijas de su época mientras que nosotros sólo éramos hijos de nuestros padres.

-¿...?

-¡Claro que sí! De adolescentes, no éramos los clientes de nuestra sociedad. Comercial y culturalmente hablando, era una sociedad de adultos. Ropas comunes, platos comunes, cultura común, el hermano pequeño heredaba los trajes del mayor, comíamos el mismo menú, a las mismas horas, en la misma mesa, dábamos los mismos paseos el domingo, la tele unía a la familia en una única y misma cadena (mucho mejor, además, que todas las de hoy), y, en materia de lectura, la única preocupación de nuestros padres era colocar determinados títulos en estantes inaccesibles.

- En cuanto a la generación anterior, la de nuestros abuelos, prohibía pura y simplemente la lectura a las chicas.

-¡Es cierto! Sobre todo la de novelas: Da imaginación, la loca de la casa». Eso es malo para el matrimonio...

-Mientras que hoy... los adolescentes son clientes de pleno derecho de una sociedad que los viste, los distrae, los alimenta, los cultiva; en la que florecen los macdonalds, los burgers y las 'boutiques de moda. Nosotros íbamos a guateques, ellos a discotecas, nosotros leíamos un libro, ellos se rodean de cassettes... A nosotros nos gustaba comulgar bajo los auspicios de los Beatles, ellos se encierran en el autismo del walkman... Se ve incluso esa cosa increíble de barrios enteros confiscados por adolescentes, gigantescos territorios urbanos entregados a sus vagabundeos.

_Aquí, evocación del Beaubourg.[1]

Beaubourg...

La Barbarie-Beaubourg...

¡Beaubourg, la visión hormigueante, Beaubourg-el vagabundeo-la droga-la violencia... Beaubourg, y la llaga del RER... el Agujero de Les HallesP

-¡De donde surgen las hordas iletradas al pie de la mayor biblioteca pública de Francia!

Nuevo silencio..., uno de los más hermosos: el del «ángel paradójico».

- ¿Tus hijos frecuentan el Beaubourg?

- Rara vez. Por suerte vivimos en el Quince. Silencio...

Silencio...

- En fin, que ya no leen.

-No.

- Demasiado solicitados por otras cosas.

-Sí.


9

Y cuando no es el proceso de la televisión o del consumo a secas, es el de la invasión electrónica; y cuando no es culpa de los juguetitos hipnóticos, es de la escuela: el aprendizaje aberrante de la lectura, el anacronismo de los programas, la incompetencia de los maestros, lo viejas que son las instalaciones, la falta de bibliotecas.

¿Qué más falta?

¡Ah, sí, el presupuesto del ministerio de Cultura... una miseria! Y la parte infinitesimal reservada al «Libro» en esta dotación microscópica.

¿Cómo pretendes que, en estas condiciones, mi hijo, mi hija, nuestros hijos, la juventud, lean?

-Además, los franceses leen cada vez menos...

- Es verdad.


10

Así se desarrollan nuestras conversaciones, victoria perpetua del lenguaje sobre la opacidad de las cosas, silencios luminosos que expresan más de lo que callan. Vigilantes e informados, no somos víctimas de nuestra época. El mundo entero está en lo que decimos... y enteramente iluminado por lo que callamos. Somos lúcidos. Mejor dicho, poseemos la pasión de la lucidez.

¿De dónde viene, entonces, esta vaga tristeza posconversacional? ¿Este silencio de medianoche, en la casa dueña de nuevo de sí misma? ¿Sólo es la perspectiva de los platos por fregar? Veamos... A unos centenares de metros de aquí -semáforo-, nuestros amigos están atrapados en el mismo silencio que, pasada la borrachera de la lucidez, se apodera de las parejas, de vuelta a casa, en sus coches inmovilizados. Es como un regusto de resaca, el final de una anestesia, una lenta recuperación de la conciencia, el retorno a uno mismo, y la sensación vagamente dolorosa de no reconocernos en lo que hemos dicho. Nosotros no estábamos ahí. Estaba todo el resto, sí, los argumentos eran acertados -y desde esta perspectiva teníamos razón-, pero nosotros no estábamos. Ni la menor duda, otra velada sacrificada a la práctica anestesiante de la lucidez.

Así es como... crees regresar a tu casa, y regresas, en realidad, a ti mismo.

Lo que decíamos hace un momento, alrededor de la mesa, estaba en las antípodas de lo que se decía en nosotros. Hablábamos de la necesidad de leer, pero estábamos arriba, en su cuarto, cerca de él, que no lee. Enumerábamos las buenas razones que la época le ofrece para no amar la lectura, pero intentábamos salvar el libro-muralla que nos separa de él. Hablábamos del libro cuando sólo pensábamos en él.

Él, que no mejoró las cosas bajando a la mesa en el último segundo, sentando en ella sin una palabra de disculpa su pesadez adolescente, no haciendo el más mínimo esfuerzo por participar en la conversación, y que, finalmente, se levantó sin esperar el postre:

-¡Lo siento, tengo que leer!


11

La intimidad perdida...

Visto ahora en este comienzo de insomnio, aquel ritual de la lectura, cada noche, al pie de su cama, cuando él era pequeño -hora fija y gestos inmutables-, se parecía un poco a la oración. Aquel armisticio que seguía al estruendo del día, aquel reencuentro al margen de cualquier contingencia, aquel momento de silencio recogido antes de las primeras palabras del relato, nuestra voz al fin semejante a sí misma, la liturgia de los episodios... Sí, la historia leída cada noche cumplía la más bella función de la oración, la más desinteresada, la menos especulativa, y que sólo afecta a los hombres: el perdón de las ofensas. Allí no se confesaba ningún pecado, ni se buscaba conseguir un pedazo de eternidad, era un momento de comunión entre nosotros, la absolución del texto, un regreso al único paraíso que vale la pena: la intimidad. Sin saberlo, descubríamos una de las funciones esenciales del cuento, y, más ampliamente, del arte en general, que consiste en imponer una tregua al combate de los hombres.

El amor adquiría allí una piel nueva. Era gratuito.


12

Gratuito. Así es como él lo entendía. Un regalo. Un momento fuera de los momentos. Incondicional. La historia nocturna le liberaba del peso del día. Soltaba sus amarras. Se iba con el viento, inmensamente aligerado, y el viento era nuestra voz.

Como precio de este viaje, no se le pedía nada, ni un céntimo, no se le exigía la menor contrapartida. Ni siquiera era un premio. (jAh, los premios..., los premios había que ganárselos!) Aquí, todo ocurría en el país de la gratuidad.

La gratuidad, que es la única moneda del arte.


13

¿Qué ha ocurrido, pues, entre aquella intimidad de entonces y él ahora, encallado contra un libro-acantilado, mientras que nosotros intentamos entenderlo (o sea, tranquilizamos) acusando al siglo y su televisión que tal vez nos hemos olvidado de apagar?

¿La culpa es de la tele?

¿El siglo XX demasiado «visual»? ¿El XIX demasiado descriptivo? ¿Y por qué no el XVIII demasiado racional, el XVII demasiado clásico, el XVI demasiado renacentista, Pushkin demasiado ruso y Sófocles demasiado muerto? Como si las relaciones entre el hombre y el libro necesitaran siglos para espaciarse.

Bastan unos pocos años. Unas pocas semanas.

El tiempo de un malentendido.

En la época en que, al pie de su cama, evocábamos el vestido rojo de Caperucita Roja, y, hasta en sus más mínimos detalles, el contenido de su cesta, sin olvidar las profundidades del bosque, las orejas de la abuela tan extrañamente peludas de repente, la clavijilla y la aldabilla, no recuerdo que nuestras descripciones le parecieran demasiado largas.

No es que desde entonces hayan pasado siglos. Han pasado esos momentos que se llaman la vida, a los que se confiere un aspecto de eternidad a fuerza de principios intangibles: «Hay que leer.»


14

En eso, como en otras cosas, la vida se manifestó por la erosión de nuestro placer. Un año de historias al pie de su cama, sí. Dos años, vale. Tres, si no hay más remedio. Suman mil noventa y cinco historias, a razón de una por noche. ¡1 095, son historias! Y si sólo fuera el cuarto de hora del cuento... pero está el que le precede. ¿Qué voy a contarle esta noche? ¿Qué voy a leerle?

Conocimos las angustias de la inspiración.

Al comienzo, nos ayudó. Lo que su embeleso exigía de nosotros no era una historia, sino la misma historia.

-¡Otra vez! ¡Otra vez Pulgarcito! Pero, cariñito, no sólo está Pulgarcito, caramba, está...

Pulgarcito, nada más.

¿Quién hubiera imaginado que un día añoraríamos la época feliz en que su bosque estaba poblado exclusivamente por Pulgarcito? Faltó poco para que maldijéramos haberle enseñado la diversidad, ofrecido la elección.

-¡No, ése ya me lo has contado!

Sin llegar a ser una obsesión, el problema de la elección se convirtió en un rompecabezas. Con breves resoluciones: ir el sábado a una librería especializada y consultar la literatura infantil. El sábado por la mañana lo dejábamos para el sábado siguiente. Lo que para él seguía siendo una espera sagrada había entrado para nosotros en el campo de las preocupaciones domésticas. Preocupación menor, pero que se sumaba a las demás, de dimensiones más respetables. Menor o no, una preocupación heredada de un placer es algo que hay que vigilar de cerca. No lo hicimos.

Vivimos momentos de rebelión.

-¿Por qué yo? ¿Por qué no tú? ¡Lo siento, esta noche eres tú quien le cuenta el cuento!

- Ya sabes que yo no tengo imaginación...

En cuanto se presentaba la ocasión, delegábamos en otra voz que se colocara a su lado, primo, prima, canguro, tía de paso, una voz hasta entonces virgen, a la que todavía le gustaba el ejercicio, pero que se desen­cantaba pronto ante sus exigencias de público puntilloso.

-¡Así no se le contesta a la abuela!

También hicimos trampas vergonzosas. Más de una vez intentamos convertir el precio que él daba a la historia en moneda de cambio.

-¡Si sigues así, esta noche no te cuento el cuento! Amenaza que ejecutábamos raramente. Soltar un grito o dejarle sin postre no tenía importancia. Mandarle a la cama sin contarle su cuento era sumir su jornada en una noche demasiado negra. Y era abandonarlo sin haberle reencontrado. Castigo intolerable, tanto para él como para nosotros.

El caso es que llegamos a lanzar esta amenaza... bueno, alguna vez... la expresión soterrada de un cansancio, la tentación apenas confesada de utilizar por una vez ese cuarto de hora en otra cosa, otra urgencia doméstica, o en tener un momento de silencio, mente... en una lectura para uno mismo.

El narrador, en nuestro interior, estaba sin dispuesto a ceder la antorcha.


15

La escuela llegó muy oportunamente.

Cogió el futuro en su mano.

Leer, escribir, contar...

Al comienzo, él se entregó con auténtico entusiasmo. ¡Qué bonito era que todos aquellos palotes, aquellas curvas, aquellos redondeles y aquellos puentecitos, reunidos, letras! Y aquellas letras juntas, sílabé:. y aquellas sílabas, una tras otra, palabras, no salía de su asombro. ¡Y que algunas de aquellas palabras le resultaran tan familiares, era mágico!

Mamá, por ejemplo, mamá, tres puentecitos, un redondel, una curva, otros tres puentecitos, un segundo redondel, otra curva, resultado: mamá. ¿Cómo recuperarse de esta maravilla?

Hay que intentar imaginárselo. Se ha levantado temprano. Ha salido, acompañado precisamente de su mamá, bajo una llovizna de otoño (sí, una llovizna de otoño, y una luz de acuario abandonado, no descuidemos la dramatización atmosférica), se ha dirigido a la escuela totalmente rodeado todavía por el calor de su cama, un regusto de chocolate en la boca, apretando muy fuerte esa mano que le queda por encima de la cabeza, caminando deprisa, deprisa, dos pasos cuando mamá sólo da uno, la cartera bamboleándose sobre su espalda, y la puerta de la escuela, el beso apresurado, el patio de cemento y sus castaños negros, los primeros decibelios... se ha acurrucado debajo del cobertizo o se ha puesto en danza en seguida, según, después todos se han encontrado sentados detrás de las mesas liliputienses, inmovilidad y silencio, todos los movimientos del cuerpo obligados a domesticar el único desplazamiento de la pluma en ese pasillo de techo bajo: ¡el renglón! Lengua fuera, dedos entumecidos y puño soldado..., puentecitos, palotes, curvas, redondeles y puentecitos..., ahora está a cien leguas de mamá, sumido en esa soledad extraña que se llama el esfuerzo, rodeado de todas esas otras soledades con la lengua fuera... y he aquí la reunión de las primeras letras..., renglones de «a»..., renglones de «m»..., renglones de «t»... (nada cómoda la «t», con esa barra transversal, pero una tontería comparada con la doble revolución de la «f», con el lío increíble del que sale la curva de la «k»...), dificultades todas, sin embargo, vencidas paso a paso..., hasta el punto de que, imantadas las unas por las otras, las letras acaban por juntarse ellas mismas en sílabas..., renglones de «ma»..., renglones de «pa»..., y las sílabas a su vez...

En fin, una buena mañana, o una tarde, todavía con el zumbido del barullo de la cantina en los oídos, asiste a la eclosión silenciosa de la palabra sobre la hoja blanca, allí, delante de él: mamá.

Ya la había visto en la pizarra, claro, la había reconocido varias veces, pero allí, debajo de sus ojos, escrita con sus propios dedos...

Con una voz primero insegura, balbucea las dos sílabas separadamente: «Ma-má.»

y de repente:

-¡mamá!

Este grito de alegría celebra la culminación del más gigantesco viaje intelectual imaginable, una especie de primer paso en la luna, ¡el paso de la arbitrariedad gráfica más total a la significación más cargada de emoción! ¡Está escrito ahí, delante de sus ojos, pero es algo que sale de él! No es una combinación de sílabas, no es una palabra, no es un concepto, no es una mamá, es su mamá, una transmutación mágica, infinitamente más expresiva que la más fiel de las fotografías, sólo con redondelitos, sin embargo, con puentecitos..., pero que, de repente -¡y para siempre!- han dejado de ser eso, de no ser nada, para convertirse en esa presencia, esa voz, ese perfume, esa mano, ese regazo, esa infinidad de detalles, ese todo, tan íntimamente absoluto, y tan absolutamente ajeno a lo que está trazado ahí, en los raíles de la página, entre las cuatro paredes de la clase...

La piedra filosofal.

Ni más ni menos.

Acaba de descubrir la piedra filosofal.


16

Nadie se cura de esta metamorfosis. Nadie sale indemne de semejante viaje. Por inhibida que sea, cualquier lectura está presidida por el placer de leer; y, por su misma naturaleza -este goce de alquimista-, el placer de leer no teme a la imagen, ni siquiera a la televisiva, aun cuando se presente bajo forma de avalancha diaria.

Pero si el placer de leer se ha perdido (si, como se dice, a mi hijo, a mi hija, a la juventud, no les gusta leer), no está muy lejos.

Sólo se ha extraviado.

Es fácil de recuperar.

Claro que hay que saber por qué caminos buscado, y, para ello, enumerar unas cuantas verdades que no guardan ninguna relación con los efectos de la modernidad sobre la juventud. Unas cuantas verdades que sólo se refieren a nosotros... A nosotros, que afirmamos que «amamos la lectura», y que pretendemos hacer compartir este amor.


[1] Beaubourg: en sentido estricto el Centre National Pompidou, y en sentido amplio, el barrio que lo alberga; el RER: línea de metro que une el centro con la periferia; y Les Halles: antiguo Mercado Central de París, el nombre anterior del barrio. (N. del T.)