lunes, 7 de marzo de 2011


HOLA GRUPO 508
AQUÍ ESTÁ LO PROMETIDO,
"COMO UNA NOVELA"
DE DANIEL PENNAC





















RECUERDEN QUE HAREMOS UN EXAMEN SOBRE ESTA LECTURA EL PRÓXIMO VIERNES

Daniel Pennac

Como una novela

Traducción de Joaquín Jordá


EDITORIAL ANAGRAMA BARCELONA


Título de la edición original: Comme un roman

@ Éditions Gallimard París, 1992

Diseño de la colección:

Julio Vivas

Ilustración: fotografía @ Jan Saudek (detalle)

Primera edición: abril 1993

Segunda edición: junio 1993

Tercera edición: octubre 1993

Cuarta edición: abril 1995

Quinta edición: noviembre 1996

Sexta edición: octubre 1998

Séptima edición: diciembre 1999

Octava edición: noviembre 2001

EDITORIAL ANAGRAMA, S.A., 1993 Pedró de la Creu, 58

08034 Barcelona

ISBN: 84-339-1367-0 Depósito Legal: B. 45683-2001

Printed in Spain

Liberduplex, S.L., Constitució, 19,08014 Barcelona


Para Franklin Rist,

gran lector de novelas

y novelesco lector.

A la memoria de mi padre,

y en el recuerdo cotidiano

de Frank Vlieghe.



1

El verbo leer no soporta el imperativo. Aversión que comparte con otros verbos: el verbo «amar»..., el verbo «soñar»...

Claro que siempre se puede intentar. Adelante: «jÁmame!» «¡Sueña!» «¡Lee!» «¡Lee! ¡Pero lee de una vez, te ordeno que leas, caramba!»

-¡Sube a tu cuarto y lee! ¿Resultado?

Ninguno.

Se ha dormido sobre el libro. La ventana, de repente, se le ha antojado inmensamente abierta sobre algo deseable. Y es por ahí por donde ha huido para escapar al libro. Pero es un sueño vigilante: el libro sigue abierto delante de él. Por poco que abramos la puerta de su habitación le encontraremos sentado ante su mesa, formalmente ocupado en leer. Aunque hayamos subido a hurtadillas, desde la superficie de su sueño nos habrá oído llegar.

-¿Qué, te gusta?

No nos dirá que no, sería un delito de lesa majestad. El libro es sagrado, ¿cómo es posible que a uno no le guste leer? No, nos dirá que las descripciones son demasiado largas.

Tranquilizados, volveremos a la tele. Es posible incluso que esta reflexión suscite un apasionante debate colectivo...

- Las descripciones le parecen demasiado largas. Hay que entenderlo, desde luego estamos en el siglo de lo audiovisual, los novelistas del XIX tenían que describirlo todo...

-¡Eso no es motivo para dejarle saltarse la mitad de las páginas!

No nos cansemos, ha vuelto a dormirse.


2

Mucho más inconcebible, esta aversión por la lectura, si pertenecemos a una generación, a una época, a un medio, a una familia en los que la tendencia era más bien la de impedimos leer.

-¡Venga, deja de leer, que te vas a quedar sin vista! -Más vale que salgas a jugar, hace un tiempo estupendo.

- ¡Apaga la luz! ¡Es tarde!

Sí, siempre hacía demasiado buen tiempo para leer, y de noche estaba demasiado oscuro.

Fijémonos en que se trata de leer o no leer, el verbo ya era conjugado en imperativo. En el pasado ocurría lo mismo. De manera que leer era entonces un acto subversivo. Al descubrimiento de la novela se añadía la excitación de la desobediencia familiar. ¡Doble esplendor! ¡Oh, el recuerdo de aquellas horas de lecturas clandestinas debajo de las mantas a la luz de la linterna eléctrica! ¡Qué veloz galopaba Ana Karenina hacia su Vronski a aquellas horas de la noche! ¡Ya era hermoso que aquellos dos se amaran, pero que se amaran en contra de la prohibición de leer todavía era más hermoso! Se amaban en contra de papá y mamá, se amaban en contra del deber de mates por terminar, en contra de la «redacción» que entregar, en contra de la habitación por ordenar, se amaban en lugar de sentarse a la mesa, se amaban antes del postre, se preferían al partido de fútbol y a la búsqueda de setas..., se habían elegido y se preferían a todo... ¡Dios mío, qué gran amor!

y qué corta era la novela.


3

Seamos justos: no se nos ocurrió inmediatamente imponerle la lectura como deber. En un primer momento sólo pensamos en su placer. Sus primeros años nos llevaron al estado de gracia. El arrobamiento absoluto delante de aquella vida nueva nos otorgó una suerte de talento. Por él, nos convertimos en narradores. Desde su iniciación en el lenguaje, le contamos historias. Era una cualidad que no conocíamos en nosotros. Su placer nos inspiraba. Su dicha nos daba aliento. Por él, multiplicamos los personajes, encadenamos los episodios, ingeniamos nuevas trampas... Igual que el viejo Tolkien a sus nietos, le inventamos un mundo. En la frontera del día y de la noche, nos convertimos en su novelista.

Si no tuvimos ese talento, si le contamos las historias de los demás, e incluso bastante mal, buscando nuestras palabras, deformando los nombres propios, confundiendo los episodios, juntando el comienzo de un cuento con el final de otro, no tiene importancia... E incluso si no contamos nada en absoluto, incluso si nos limitamos a leer en voz alta, éramos su novelista, el narrador único, por quien, todas las noches, se metía en los pijamas del sueño antes de fundirse debajo de las sábanas de la noche. Más aún, éramos el Libro.

Acordaos de aquella intimidad, tan poco comparable.

¡Cómo nos gustaba asustarle por el puro placer de consolarle! ¡Y cómo nos reclamaba ese susto! Tan poco ingenuo, ya, y sin embargo temblando de pies a cabeza. Un auténtico lector, en suma. Ésa era la pareja que formábamos entonces, él el lector, ¡oh, qué pillo!, y nosotros el libro, ¡oh, qué cómplice!


4

En suma, le enseñamos todo acerca del libro cuando no sabía leer. Le abrimos a la infinita diversidad de las cosas imaginarias, le iniciamos en las alegrías del viaje vertical, le dotamos de la ubicuidad, liberado de Cronos, sumido en la soledad fabulosamente poblada del lector... Las historias que le leíamos estaban llenas de hermanos, de hermanas, de parientes, de dobles ideales, escuadrillas de ángeles de la guarda, cohortes de amigos tutelares encargados de sus penas, pero que, luchando contra sus propios ogros, encontraban también ellos refugio en los latidos inquietos de su corazón. Se había convertido en su ángel recíproco: un lector. Sin él, su mundo no existía. Sin ellos, él permanecía atrapado en el espesor del propio. Así descubrió la paradójica virtud de la lectura que consiste en abstraernos del mundo para encontrarle un sentido.

De esos viajes, volvía mudo. Era la mañana y había otras cosas que hacer. A decir verdad, no intentábamos saber lo que había obtenido allí. Él, inocentemente, cultivaba este misterio. Era, como se dice, su universo. Sus relaciones privadas con Blancanieves o con cualquiera de los siete enanitos pertenecían al orden de la intimidad, que obliga al secreto. ¡Gran placer del lector, este silencio de después de la lectura!

Sí, le enseñamos todo acerca del libro.

Abrimos formidablemente su apetito de lector. ¡Hasta el punto, acordaos, hasta el punto de que tenía prisa por aprender a leer!


5

¡Qué pedagogos éramos cuando no estábamos preocupados por la pedagogía!


6

Todavía media hora hasta la cena. Un libro es algo extraordinariamente compacto. No se deja mermar. Parece, además, que arde con mucha dificultad. Ni siquiera el fuego consigue meterse entre sus páginas. Falta de oxígeno. Todas las reflexiones que se hace al margen. y sus márgenes son inmensos. Un libro es espeso, es compacto, es denso, es un objeto contundente. ¿Qué diferencia hay entre la página cuarenta y ocho y la ciento cuarenta y ocho? El paisaje es el mismo. Recuerda los labios del profe al pronunciar el título. Oye la pregunta unánime de los compañeros:

-¿Cuántas páginas?

-Trescientas o cuatrocientas...

(Embustero...)

-¿Para cuándo?

El anuncio de la fecha fatídica desencadena un concierto de protestas:

-¿Quince días? ¡Cuatrocientas páginas (quinientas) en quince días! ¡Pero es imposible, señor!

El señor no negocia.

Un libro es un objeto contundente y es un bloque de eternidad. Es la materialización del tedio. Es el libro. «El libro.» Jamás lo nombra de otra manera en sus disertaciones: el libro, un libro, los libros, unos libros.

«En su libro Pensamientos, Pascal nos dice que...»

Por mucho que el profe proteste en rojo anotando que ésa no es la denominación correcta, que hay que hablar de una novela, de un ensayo, de una colección de cuentos, de poemas, que la palabra «libro», en sí, en su aptitud para designado todo, no expresa nada concreto, que una guía telefónica es un libro, al igual que y ahí le tenemos, adolescente encerrado en su cuarto, delante de un libro que no lee.

Todos sus deseos de estar en otra parte crean entre él y las páginas abiertas una pantalla glauca que enturbian los renglones. Está sentado ante la ventana, la puerta cerrada a su espalda. Página 48. No se atreve a contar las horas pasadas a la espera de esta página cuarenta y ocho. El libro tiene exactamente cuatrocientas cuarenta y seis. O sea quinientas. ¡5OO páginas! Si tuviera diálogos, pase. ¡Qué va! Páginas llenas de renglones comprimidos entre márgenes minúsculos, párrafos negros amontonados entre sí, y, aquí y allí, el favor de un diálogo: un guión, como un oasis, que indica que un personaje habla con otro personaje. Pero el otro no le contesta. ¡Sigue un bloque de doce páginas! ¡Doce páginas de tinta negra! ¡Te ahogas! ¡Oh, cómo te ahogas! ¡Puta, joder, mierda! Suelta tacos. Lo siente, pero suelta tacos. ¡Puta, joder, mierda de coño de libro! Página cuarenta y ocho... ¡Si se acordara, por lo menos, del contenido de las cuarenta y siete primeras! Ni siquiera se atreve a plantearse la pregunta, que, inevitablemente, le plantearán. Ha caído la noche de invierno. De las profundidades de la casa sube hasta él la sintonía del telediario.

Nada que hacer, la palabra se impondrá de nuevo a su pluma en su siguiente redacción:

«En su libro Madame Bovary, Flaubert nos dice que...»

Porque, desde el punto de vista de su soledad presente, un libro es un libro. y cada libro pesa su peso de enciclopedia, de aquella enciclopedia con tapas de cartón, por ejemplo, cuyos volúmenes deslizaban debajo de sus nalgas cuando era niño para que estuviera a la altura de la mesa familiar.

Y el peso de cada libro es de los que tiran de espaldas. Él se ha sentado en su silla relativamente ligero hace un instante: la ligereza de las decisiones tomadas. Pero, al cabo de unas páginas, se ha sentido invadido por esa pesadez dolorosamente familiar, el peso del libro, peso del tedio, insoportable fardo del esfuerzo inalcanzado.

Sus párpados le anuncian la inminencia del naufragio.

El escollo de la página 48 ha abierto una vía de agua debajo de su línea de resoluciones.

El libro le arrastra.

Zozobran.


7

Mientras tanto abajo, alrededor de la tele, el argumento de la televisión corruptora gana adeptos:

- La estupidez, la vulgaridad, la violencia de los programas... ¡Es increíble! Ya no se puede enchufar la tele sin ver...

-Dibujos animados japoneses... ¿Habéis visto alguna vez los dibujos animados japoneses?

-No es solamente una cuestión de programa... Es la tele en sí... , esa facilidad..., esa pasividad del telespectador...

-Sí, enchufas, te sientas...

- Haces zapping...

- Esa dispersión."

-Por lo menos permite evitar los anuncios.

- Ni siquiera eso. Han sincronizado los programas.

Dejas un anuncio para caer en otro.

-¡A veces sobre el mismo!

De repente, silencio: brusco descubrimiento de uno de esos territorios «consensuales» iluminados por el deslumbrante resplandor de nuestra lucidez adulta.

Entonces, alguien, a media voz:

-¡Leer, desde luego, es otra cosa, leer es un acto!

- Está muy bien lo que acabas de decir, leer es un acto, «el acto de leer», es muy cierto...

-Mientras que la tele, e incluso el cine si nos paramos a pensado..., en una película todo está dado, nada se conquista, todo está masticado, la imagen, el sonido, los decorados, la música de fondo en el caso de que no se entendiera la intención del director...

- La puerta que chirría para indicarte que es el momento de morirte de miedo...

-En la lectura hay que imaginar todo eso... La lectura es un acto de creación permanente.

Nuevo silencio.

(Entre «creadores permanentes», esta vez.)

Luego:

- Lo que a mí me sorprende es el promedio de horas que pasa un chiquillo delante de la tele en comparación con las horas de lengua en la escuela. Leí unas estadísticas sobre eso.

-¡Debe ser escalofriante!

- Una por cada seis o siete. Sin contar las horas que pasa en el cine. Un niño (no me refiero al nuestro) pasa una media (media mínima) de dos horas al día delante de la tele y de ocho a diez durante el fin de semana. O sea un total de treinta y seis horas por cinco horas de lengua semanales.

- Evidentemente, la escuela no funciona. Tercer silencio.

El de los abismos insondables.


8

En suma, habrían podido decirse muchas cosas para medir la distancia que hay entre el libro y él.

Las dijimos todas.

Que la televisión, por ejemplo, no es la única culpable.

Que las décadas transcurridas entre la generación de nuestros hijos y nuestra propia juventud de lectores han tenido el efecto de siglos.

De manera que, si bien nos sentimos psicológicamente más próximos a nuestros hijos de lo que nuestros padres lo estaban con respecto a nosotros, seguimos estando, intelectualmente hablando, más próximos a nuestros padres.

(Aquí, controversia, discusión, puntualización de los adverbios «psicológicamente» e «intelectualmente». Refuerzo de un nuevo adverbio):

-Afectivamente más próximos, si prefieres.

- ¿Efectivamente?

- No he dicho efectivamente, he dicho afectivamente.

- En otras palabras, estamos afectivamente más próximos a nuestros hijos, pero efectivamente más próximos a nuestros padres, ¿no es eso?

-Es un «hecho social». Una acumulación de «hechos sociales» que podrían resumirse en que nuestros hijos son también hijos e hijas de su época mientras que nosotros sólo éramos hijos de nuestros padres.

-¿...?

-¡Claro que sí! De adolescentes, no éramos los clientes de nuestra sociedad. Comercial y culturalmente hablando, era una sociedad de adultos. Ropas comunes, platos comunes, cultura común, el hermano pequeño heredaba los trajes del mayor, comíamos el mismo menú, a las mismas horas, en la misma mesa, dábamos los mismos paseos el domingo, la tele unía a la familia en una única y misma cadena (mucho mejor, además, que todas las de hoy), y, en materia de lectura, la única preocupación de nuestros padres era colocar determinados títulos en estantes inaccesibles.

- En cuanto a la generación anterior, la de nuestros abuelos, prohibía pura y simplemente la lectura a las chicas.

-¡Es cierto! Sobre todo la de novelas: Da imaginación, la loca de la casa». Eso es malo para el matrimonio...

-Mientras que hoy... los adolescentes son clientes de pleno derecho de una sociedad que los viste, los distrae, los alimenta, los cultiva; en la que florecen los macdonalds, los burgers y las 'boutiques de moda. Nosotros íbamos a guateques, ellos a discotecas, nosotros leíamos un libro, ellos se rodean de cassettes... A nosotros nos gustaba comulgar bajo los auspicios de los Beatles, ellos se encierran en el autismo del walkman... Se ve incluso esa cosa increíble de barrios enteros confiscados por adolescentes, gigantescos territorios urbanos entregados a sus vagabundeos.

_Aquí, evocación del Beaubourg.[1]

Beaubourg...

La Barbarie-Beaubourg...

¡Beaubourg, la visión hormigueante, Beaubourg-el vagabundeo-la droga-la violencia... Beaubourg, y la llaga del RER... el Agujero de Les HallesP

-¡De donde surgen las hordas iletradas al pie de la mayor biblioteca pública de Francia!

Nuevo silencio..., uno de los más hermosos: el del «ángel paradójico».

- ¿Tus hijos frecuentan el Beaubourg?

- Rara vez. Por suerte vivimos en el Quince. Silencio...

Silencio...

- En fin, que ya no leen.

-No.

- Demasiado solicitados por otras cosas.

-Sí.


9

Y cuando no es el proceso de la televisión o del consumo a secas, es el de la invasión electrónica; y cuando no es culpa de los juguetitos hipnóticos, es de la escuela: el aprendizaje aberrante de la lectura, el anacronismo de los programas, la incompetencia de los maestros, lo viejas que son las instalaciones, la falta de bibliotecas.

¿Qué más falta?

¡Ah, sí, el presupuesto del ministerio de Cultura... una miseria! Y la parte infinitesimal reservada al «Libro» en esta dotación microscópica.

¿Cómo pretendes que, en estas condiciones, mi hijo, mi hija, nuestros hijos, la juventud, lean?

-Además, los franceses leen cada vez menos...

- Es verdad.


10

Así se desarrollan nuestras conversaciones, victoria perpetua del lenguaje sobre la opacidad de las cosas, silencios luminosos que expresan más de lo que callan. Vigilantes e informados, no somos víctimas de nuestra época. El mundo entero está en lo que decimos... y enteramente iluminado por lo que callamos. Somos lúcidos. Mejor dicho, poseemos la pasión de la lucidez.

¿De dónde viene, entonces, esta vaga tristeza posconversacional? ¿Este silencio de medianoche, en la casa dueña de nuevo de sí misma? ¿Sólo es la perspectiva de los platos por fregar? Veamos... A unos centenares de metros de aquí -semáforo-, nuestros amigos están atrapados en el mismo silencio que, pasada la borrachera de la lucidez, se apodera de las parejas, de vuelta a casa, en sus coches inmovilizados. Es como un regusto de resaca, el final de una anestesia, una lenta recuperación de la conciencia, el retorno a uno mismo, y la sensación vagamente dolorosa de no reconocernos en lo que hemos dicho. Nosotros no estábamos ahí. Estaba todo el resto, sí, los argumentos eran acertados -y desde esta perspectiva teníamos razón-, pero nosotros no estábamos. Ni la menor duda, otra velada sacrificada a la práctica anestesiante de la lucidez.

Así es como... crees regresar a tu casa, y regresas, en realidad, a ti mismo.

Lo que decíamos hace un momento, alrededor de la mesa, estaba en las antípodas de lo que se decía en nosotros. Hablábamos de la necesidad de leer, pero estábamos arriba, en su cuarto, cerca de él, que no lee. Enumerábamos las buenas razones que la época le ofrece para no amar la lectura, pero intentábamos salvar el libro-muralla que nos separa de él. Hablábamos del libro cuando sólo pensábamos en él.

Él, que no mejoró las cosas bajando a la mesa en el último segundo, sentando en ella sin una palabra de disculpa su pesadez adolescente, no haciendo el más mínimo esfuerzo por participar en la conversación, y que, finalmente, se levantó sin esperar el postre:

-¡Lo siento, tengo que leer!


11

La intimidad perdida...

Visto ahora en este comienzo de insomnio, aquel ritual de la lectura, cada noche, al pie de su cama, cuando él era pequeño -hora fija y gestos inmutables-, se parecía un poco a la oración. Aquel armisticio que seguía al estruendo del día, aquel reencuentro al margen de cualquier contingencia, aquel momento de silencio recogido antes de las primeras palabras del relato, nuestra voz al fin semejante a sí misma, la liturgia de los episodios... Sí, la historia leída cada noche cumplía la más bella función de la oración, la más desinteresada, la menos especulativa, y que sólo afecta a los hombres: el perdón de las ofensas. Allí no se confesaba ningún pecado, ni se buscaba conseguir un pedazo de eternidad, era un momento de comunión entre nosotros, la absolución del texto, un regreso al único paraíso que vale la pena: la intimidad. Sin saberlo, descubríamos una de las funciones esenciales del cuento, y, más ampliamente, del arte en general, que consiste en imponer una tregua al combate de los hombres.

El amor adquiría allí una piel nueva. Era gratuito.


12

Gratuito. Así es como él lo entendía. Un regalo. Un momento fuera de los momentos. Incondicional. La historia nocturna le liberaba del peso del día. Soltaba sus amarras. Se iba con el viento, inmensamente aligerado, y el viento era nuestra voz.

Como precio de este viaje, no se le pedía nada, ni un céntimo, no se le exigía la menor contrapartida. Ni siquiera era un premio. (jAh, los premios..., los premios había que ganárselos!) Aquí, todo ocurría en el país de la gratuidad.

La gratuidad, que es la única moneda del arte.


13

¿Qué ha ocurrido, pues, entre aquella intimidad de entonces y él ahora, encallado contra un libro-acantilado, mientras que nosotros intentamos entenderlo (o sea, tranquilizamos) acusando al siglo y su televisión que tal vez nos hemos olvidado de apagar?

¿La culpa es de la tele?

¿El siglo XX demasiado «visual»? ¿El XIX demasiado descriptivo? ¿Y por qué no el XVIII demasiado racional, el XVII demasiado clásico, el XVI demasiado renacentista, Pushkin demasiado ruso y Sófocles demasiado muerto? Como si las relaciones entre el hombre y el libro necesitaran siglos para espaciarse.

Bastan unos pocos años. Unas pocas semanas.

El tiempo de un malentendido.

En la época en que, al pie de su cama, evocábamos el vestido rojo de Caperucita Roja, y, hasta en sus más mínimos detalles, el contenido de su cesta, sin olvidar las profundidades del bosque, las orejas de la abuela tan extrañamente peludas de repente, la clavijilla y la aldabilla, no recuerdo que nuestras descripciones le parecieran demasiado largas.

No es que desde entonces hayan pasado siglos. Han pasado esos momentos que se llaman la vida, a los que se confiere un aspecto de eternidad a fuerza de principios intangibles: «Hay que leer.»


14

En eso, como en otras cosas, la vida se manifestó por la erosión de nuestro placer. Un año de historias al pie de su cama, sí. Dos años, vale. Tres, si no hay más remedio. Suman mil noventa y cinco historias, a razón de una por noche. ¡1 095, son historias! Y si sólo fuera el cuarto de hora del cuento... pero está el que le precede. ¿Qué voy a contarle esta noche? ¿Qué voy a leerle?

Conocimos las angustias de la inspiración.

Al comienzo, nos ayudó. Lo que su embeleso exigía de nosotros no era una historia, sino la misma historia.

-¡Otra vez! ¡Otra vez Pulgarcito! Pero, cariñito, no sólo está Pulgarcito, caramba, está...

Pulgarcito, nada más.

¿Quién hubiera imaginado que un día añoraríamos la época feliz en que su bosque estaba poblado exclusivamente por Pulgarcito? Faltó poco para que maldijéramos haberle enseñado la diversidad, ofrecido la elección.

-¡No, ése ya me lo has contado!

Sin llegar a ser una obsesión, el problema de la elección se convirtió en un rompecabezas. Con breves resoluciones: ir el sábado a una librería especializada y consultar la literatura infantil. El sábado por la mañana lo dejábamos para el sábado siguiente. Lo que para él seguía siendo una espera sagrada había entrado para nosotros en el campo de las preocupaciones domésticas. Preocupación menor, pero que se sumaba a las demás, de dimensiones más respetables. Menor o no, una preocupación heredada de un placer es algo que hay que vigilar de cerca. No lo hicimos.

Vivimos momentos de rebelión.

-¿Por qué yo? ¿Por qué no tú? ¡Lo siento, esta noche eres tú quien le cuenta el cuento!

- Ya sabes que yo no tengo imaginación...

En cuanto se presentaba la ocasión, delegábamos en otra voz que se colocara a su lado, primo, prima, canguro, tía de paso, una voz hasta entonces virgen, a la que todavía le gustaba el ejercicio, pero que se desen­cantaba pronto ante sus exigencias de público puntilloso.

-¡Así no se le contesta a la abuela!

También hicimos trampas vergonzosas. Más de una vez intentamos convertir el precio que él daba a la historia en moneda de cambio.

-¡Si sigues así, esta noche no te cuento el cuento! Amenaza que ejecutábamos raramente. Soltar un grito o dejarle sin postre no tenía importancia. Mandarle a la cama sin contarle su cuento era sumir su jornada en una noche demasiado negra. Y era abandonarlo sin haberle reencontrado. Castigo intolerable, tanto para él como para nosotros.

El caso es que llegamos a lanzar esta amenaza... bueno, alguna vez... la expresión soterrada de un cansancio, la tentación apenas confesada de utilizar por una vez ese cuarto de hora en otra cosa, otra urgencia doméstica, o en tener un momento de silencio, mente... en una lectura para uno mismo.

El narrador, en nuestro interior, estaba sin dispuesto a ceder la antorcha.


15

La escuela llegó muy oportunamente.

Cogió el futuro en su mano.

Leer, escribir, contar...

Al comienzo, él se entregó con auténtico entusiasmo. ¡Qué bonito era que todos aquellos palotes, aquellas curvas, aquellos redondeles y aquellos puentecitos, reunidos, letras! Y aquellas letras juntas, sílabé:. y aquellas sílabas, una tras otra, palabras, no salía de su asombro. ¡Y que algunas de aquellas palabras le resultaran tan familiares, era mágico!

Mamá, por ejemplo, mamá, tres puentecitos, un redondel, una curva, otros tres puentecitos, un segundo redondel, otra curva, resultado: mamá. ¿Cómo recuperarse de esta maravilla?

Hay que intentar imaginárselo. Se ha levantado temprano. Ha salido, acompañado precisamente de su mamá, bajo una llovizna de otoño (sí, una llovizna de otoño, y una luz de acuario abandonado, no descuidemos la dramatización atmosférica), se ha dirigido a la escuela totalmente rodeado todavía por el calor de su cama, un regusto de chocolate en la boca, apretando muy fuerte esa mano que le queda por encima de la cabeza, caminando deprisa, deprisa, dos pasos cuando mamá sólo da uno, la cartera bamboleándose sobre su espalda, y la puerta de la escuela, el beso apresurado, el patio de cemento y sus castaños negros, los primeros decibelios... se ha acurrucado debajo del cobertizo o se ha puesto en danza en seguida, según, después todos se han encontrado sentados detrás de las mesas liliputienses, inmovilidad y silencio, todos los movimientos del cuerpo obligados a domesticar el único desplazamiento de la pluma en ese pasillo de techo bajo: ¡el renglón! Lengua fuera, dedos entumecidos y puño soldado..., puentecitos, palotes, curvas, redondeles y puentecitos..., ahora está a cien leguas de mamá, sumido en esa soledad extraña que se llama el esfuerzo, rodeado de todas esas otras soledades con la lengua fuera... y he aquí la reunión de las primeras letras..., renglones de «a»..., renglones de «m»..., renglones de «t»... (nada cómoda la «t», con esa barra transversal, pero una tontería comparada con la doble revolución de la «f», con el lío increíble del que sale la curva de la «k»...), dificultades todas, sin embargo, vencidas paso a paso..., hasta el punto de que, imantadas las unas por las otras, las letras acaban por juntarse ellas mismas en sílabas..., renglones de «ma»..., renglones de «pa»..., y las sílabas a su vez...

En fin, una buena mañana, o una tarde, todavía con el zumbido del barullo de la cantina en los oídos, asiste a la eclosión silenciosa de la palabra sobre la hoja blanca, allí, delante de él: mamá.

Ya la había visto en la pizarra, claro, la había reconocido varias veces, pero allí, debajo de sus ojos, escrita con sus propios dedos...

Con una voz primero insegura, balbucea las dos sílabas separadamente: «Ma-má.»

y de repente:

-¡mamá!

Este grito de alegría celebra la culminación del más gigantesco viaje intelectual imaginable, una especie de primer paso en la luna, ¡el paso de la arbitrariedad gráfica más total a la significación más cargada de emoción! ¡Está escrito ahí, delante de sus ojos, pero es algo que sale de él! No es una combinación de sílabas, no es una palabra, no es un concepto, no es una mamá, es su mamá, una transmutación mágica, infinitamente más expresiva que la más fiel de las fotografías, sólo con redondelitos, sin embargo, con puentecitos..., pero que, de repente -¡y para siempre!- han dejado de ser eso, de no ser nada, para convertirse en esa presencia, esa voz, ese perfume, esa mano, ese regazo, esa infinidad de detalles, ese todo, tan íntimamente absoluto, y tan absolutamente ajeno a lo que está trazado ahí, en los raíles de la página, entre las cuatro paredes de la clase...

La piedra filosofal.

Ni más ni menos.

Acaba de descubrir la piedra filosofal.


16

Nadie se cura de esta metamorfosis. Nadie sale indemne de semejante viaje. Por inhibida que sea, cualquier lectura está presidida por el placer de leer; y, por su misma naturaleza -este goce de alquimista-, el placer de leer no teme a la imagen, ni siquiera a la televisiva, aun cuando se presente bajo forma de avalancha diaria.

Pero si el placer de leer se ha perdido (si, como se dice, a mi hijo, a mi hija, a la juventud, no les gusta leer), no está muy lejos.

Sólo se ha extraviado.

Es fácil de recuperar.

Claro que hay que saber por qué caminos buscado, y, para ello, enumerar unas cuantas verdades que no guardan ninguna relación con los efectos de la modernidad sobre la juventud. Unas cuantas verdades que sólo se refieren a nosotros... A nosotros, que afirmamos que «amamos la lectura», y que pretendemos hacer compartir este amor.


[1] Beaubourg: en sentido estricto el Centre National Pompidou, y en sentido amplio, el barrio que lo alberga; el RER: línea de metro que une el centro con la periferia; y Les Halles: antiguo Mercado Central de París, el nombre anterior del barrio. (N. del T.)